Cuando el trencito de palabras se me escapa y, por más que corra por el andén, no logro alcanzarlo, trato, primero, de recuperar el aliento. Me siento en un banco de madera de esa estación desolada, miro las vías vacías, renglones sin vagones y silencio. Un perro ladra a lo lejos. No estoy completamente solo, hay otros paisanos a los que se les fueron las palabras y se han sentado allí a esperar a que vuelvan. Disculpe: ¿el próximo tren de palabras inspiradas cuándo viene? Un señor de bigotes, canoso, antiguo, hace cara de no sé y vuelve a sus tareas.
Vuelvo a mi banco pateando piedritas. No es la primera vez que se me pasa un tren. Dejo que el aire de mayo me pegue en la cara, me despabile y me ayude a ponerle color a esta realidad en blanco y negro. Cuando no hay palabras busco imágenes. Abro el álbum de fotos, la veo a la Seto María, mi bisabuela, sentada en una silla de caño, en SU silla, con dos o tres almohadones. Parece un decorado más pero su rol es clave: mira el negocio, SU negocio, el que inició hace una tonelada de años con sus hijas. Es (era) una tienda de barrio, de esas que vendían telas, hilos, algo de ropa, útiles escolares, juguetes. Vendían casi todo. Las clientas (mayoría mujeres) la saludaban, le hablaban en voz alta porque asumían de que si era vieja escuchaba poco. Ella respondía con frases de ocasión como “bien, bien, acá andamos” y cosas así. Pero la Seto escuchaba todo, entendía todo pero decidía hablar lo justo y necesario. De manera silenciosa seguía trabajando a sus ochenta y algo años.
El trabajo. Palabra fuerte. Se necesitan varias locomotoras para cargar vagones interminables de sentidos. ¿Qué es el trabajo? Yo no me animo a dar una afirmación. En general está asociado a su retribución económica. Por suerte, con los años, hemos logrado reconocer miles de formas de trabajo relacionadas a las más variadas actividades: desde maternar, cuidar a alguien, regar las plantas, tocar la guitarra, cocinar, curar, levantar un edificio o sentarse en el negocio a avisar cuando entre una clienta. Trabajar es verbo, es acción, es movimiento. Trabajar es hacer algo, lo que sea, con retribución económica o no.
El Día del Trabajo es una ocasión para reflexionar sobre el valor del trabajo en todas sus formas y para todas las personas, independientemente de su edad. En este día, es importante reconocer la contribución de los trabajadores de todas las edades, incluidos aquellos que están en la etapa de la vejez. Pienso en la Seto, en mis abuelas, en el viejo Raúl, el carrero del barrio, que salía todas las tardes a juntar los desechos de los que nadie se quería hacer cargo. El viejo nos dejaba subir al carro, darle de comer al caballo. Él también hablaba poco. Era el clack, clack de las herraduras contra el pavimento. El tiempo fluyendo lentamente. Clack, clack, como un segundero animal.
Las personas mayores a menudo aportan una riqueza de experiencia, sabiduría y habilidades acumuladas a la fuerza laboral, como María, como Raúl. Sin embargo, también es vital reconocer los desafíos que enfrentan las y los trabajadores mayores, como la discriminación por edad, la falta de oportunidades de empleo y las dificultades para acceder a la capacitación y la actualización de habilidades. Raúl me contó una vez que él había levantado la casa donde vivía con sus propias manos. No era una mansión: un ambiente donde estaba todo y al fondo un “garaje” para el Blanquito, su caballo. Raúl sabía hacer de todo y la vida lo encontraba, a sus no sé cuántos años, arriba de un caballo. Yo me siento un héroe cuando logro cambiar el cuerito de una canilla.
Ricardo Iacub, gerontólogo y amigo de El Club de la Porota, ha trabajado mucho el tema del trabajo, la jubilación y el uso del tiempo en varones y mujeres. “Es necesario pensar con anterioridad esta etapa de la vida para encontrar un proyecto que guíe el deseo», advierte Iacub quien agrega: “en los últimos años las personas mayores han ganado una territorialidad en las universidades, en los voluntariados, en el espacio público en general que les ha dado un sentido de vida, que los hace reafirmarse en pensar que no están ‘pasando’ esos años, sino que los están viviendo», señala.
Pienso en mis padres, recién jubilados y la energía que tienen a esta edad. La jubilación, principalmente a mi padre, le vino bien. Ha vuelto a ser ese hombre que arregla todo, que trabaja la madera, que hace un revoque fino, que hace plomería, electricidad, que arregla la bici de mi hijo o el guiño del auto. Volvió a ser un Raúl de la vida pero con más suerte, sin carro ni caballo.
No todos los que llegan a esa edad consiguen amigarse con el transcurrir de los días. “Los cambios van desde los aspectos más básicos: como los trámites a realizar, el dinero a disponer; hasta la pérdida de los compañeros, los roles desempeñados y mucho más”, reflexiona Iacub. Y agrega: “Sin embargo hay aspectos más invisibles en este cambio, por ello no siempre explicables para quienes transitan este momento de transición. Ciertas preguntas cuestionan ese “quiénes somos sin aquel personaje que encarnamos durante tantos años” que nos hizo sentir valiosos, útiles, necesarios o hasta heróicos, sin dejar de tener en cuenta que también nos aburrió, enojó o cansó. La organización del tiempo aparece como otro punto de reflexión, la mayoría soñamos con una vida sin despertadores y aburridas rutinas. Pero si la semana se encuentra vacía de actividades, ¿qué hacemos? “El tiempo libre puede correr el riesgo de volverse ilimitado o de constituirse en una oportunidad única”.
El tiempo. Ese reloj que gira y gira sin detenerse. Clack, clack, clack. El Blanquito sigue recorriendo las calles del barrio, invisible, y solo se escucha su lento caminar al cerrar los ojos. Sí, ahí está. A lo lejos, de vuelta en la estación, una bocina. Me levanto y apoyo la oreja en los rieles. Es otro clack, clack, mecánico, industrial. Ahí viene el tren. Me acomodo la ropa, agarro mis cosas, una valija, el mate, mis álbumes de fotos, las personas que llevo siempre a todos lados. Si tengo suerte quizás llegue a tiempo para sentarme un ratito al lado de la Seto María, intercambiar silencios y ver a las clientas entrar al negocio, preguntar por los hilos y las telas y esperar con paciencia otro tren que nos lleve a otro lugar.
Del Gringo Ramia, para todas las personas envejecientes de El Club de la Porota.
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